En los procesos de separación y divorcio, el régimen de guarda y custodia compartida ha dejado de ser una medida poco corriente, convirtiéndose con el paso del tiempo en una solución muy frecuente, e incluso normal, siendo buena prueba de ello que cada vez sean más las rupturas matrimoniales en las que, ya sea de mutuo acuerdo, ya sea en contencioso, se adopte esta solución de régimen compartido, frente al tradicional sistema de custodia individual. Y ello es así, por considerarse este sistema una buena solución al desequilibrio que se produce tras la separación o el divorcio, en la presencia de ambos padres respecto a la educación y cuidado de los hijos, consiguiéndose una mayor implicación de ambos progenitores en el cuidado de éstos, por ser una «tenencia» de los mismos más equitativa que la que se da en la custodia individual.

El propio Tribunal Supremo ha ido evolucionando en su criterio, hasta considerar en la actualidad que la custodia compartida no debe ser algo excepcional, sino normal e incluso deseable, al permitir que se materialice el derecho que los hijos tienen a relacionarse con ambos padres, aun en situaciones de crisis, siempre que ello sea posible. Además, con la guarda y custodia compartida se logra una mayor relación de los menores con sus padres, mitigándose el sentimiento de pérdida que en éstos produce la quiebra de la unidad familiar.

Por encima de ideologías políticas o de grupos de presión, este régimen debe ser considerado como algo positivo en todos los aspectos, al permitir que los padres separados continúen haciendo de padres, y se corresponsabilicen e involucren, por igual, en todo lo relativo a la salud, educación, bienestar, control y disciplina de sus hijos, sin perder en derechos y en obligaciones. Este sistema hace más compatible la necesaria conciliación laboral y familiar, por ser “disfrutado” y “soportado” por igual por ambos progenitores.

Ahora bien, la normalización de la guarda y custodia compartida en los procesos de divorcio, exige la promulgación de una ley a nivel nacional, que evite la desigualdad que supone que unas comunidades autónomas tengan leyes que la regulen de forma desigual, y otras, como Andalucía, incluso carezcan de leyes al respecto, lo que supone un claro ejemplo de agravio comparativo.